viernes, 8 de enero de 2010

LOS CERO

(artículo publicado por Osvaldo Bazán en el diario Crítica, el 19 de diciembre de 2009)


Lo primero fue el miedo.

Se instaló en cada casa un pánico nunca antes conocido: el miedo a la tecnología, a lo que los aparatos podrían hacer con nosotros en el momento en que saliesen de control. Y anunciaban que justamente eso es lo que ocurriría. Saldrían de control. De golpe, nos dimos cuenta de que estábamos rodeados por replicantes de Blade Runner. Los electrodomésticos vendrían en tu búsqueda. La tostadora podría perseguirte y quemarte las nalgas, mientras la Moulinex, loca de atar, se enrollaría en el cuello de la abuela hasta hacerle decir toda la verdad. Los aviones, como moscas después del Raid, caerían, uno a uno, en un Lost multitudinario sin sobrevivientes. Los barcos terminarían indefectiblemente, como el de Madagascar, yéndose al polo. Se cumpliría la profecía de Fukuyama: si en la vida real la historia se negaba a terminar, en la vida virtual se apagaría, al evaporarse todos los datos de todas las computadoras. Los misiles, todos los misiles que el mundo se apunta sobre sí mismo, por error, iban a dar en sus blancos, sin error.

Si hasta el sol iba a nacer antes de la madrugada.

Con el miedo instalado en cada casa empezó la década.

Lo primero, entonces, fue el miedo.

Nadie tenía claro qué podía pasar. Se llamaba Y2K –¿“el tiempo del kilombo”?, miren la omnipresencia de la K desde el principio– y los cálculos más optimistas dicen que le costó al mundo nada menos que 600.000 millones de dólares. Claro, “le costó al mundo” es una manera de contarlo. También podría decirse que “le hizo ganar a otra parte del mundo” 600.000 millones de dólares. El miedoso, si algo tiene, es que es zonzo. El que desparrama el miedo, en cambio, no.

Lo primero, entonces, fueron el miedo y la confusión.

Y así entrábamos en la década que –habrá que reconocerlo– en ese momento no le importaba a nadie, porque le ganaba en cartel el hecho cierto de que entrábamos en el milenio. ¿Cómo preocuparse por esos míseros 10 años que se venían si nos tiraban encima con un milenio?

Lo primero entonces, fue el miedo, la confusión y el desinterés.

Pero ya al final de los 90 apareció otro problema. ¿Por qué decir “31 de diciembre de 1999” sonaba bien y “1 de enero de 2000” no? ¿Por qué nos salía naturalmente decir “1 de enero del 2000” si nunca habíamos dicho “31 de diciembre del 1999? ¿Cómo se dice? ¿Como siempre, o sea “1 de enero de 2000” o como nos sonaba bien “1 de enero del 2000?”. La duda que se instaló el primer día llegó, incólume, hasta el final de la década.

Lo primero, entonces, fueron el miedo, la confusión, el desinterés y la duda.

Pero, claro, ya desde la primera hora del primero de enero “del” 2000 –me llevó diez años, pero al final me decidí– buscamos las noticias del caos tan anunciado que jamás ocurrió. Bueno, algunas pequeñas cosas sucedieron. Como el problema era que las computadoras estaban programadas para leer el “00” como “1900” y no como “2000” un videoclub neoyorquino le quería cobrar a un cliente 90.000 dólares por la demora en devolver un video (igual, si te quedás con un video cien años, ya debería ser tuyo). Un artesano francés, por algunos días, fue dueño de 100 millones de francos porque así lo dijo el banco hasta que se dio cuenta del error y se los sacó. Para el tamaño que había adquirido la expectativa, fue una gran desilusión saber que lo más grave habían sido 100 tarjetas telefónicas de Costa Rica que dejaron de funcionar y que los relojes de los taxis de Estocolmo marcaban una cifra menor de la que debían.
Lo primero, entonces, fueron el miedo, la confusión, el desinterés, la duda y la desilusión.

Pero pasaron diez años.

Hubo la vida, casi tantos presidentes como años; vimos cosas, Sancho, para las que nadie nos preparó. Y acá estamos. Quizá ni recuerdes dónde viviste enero “del” 2000 o quizás estés sentado en el mismo sillón de aquella vez. Tuve un gato y se murió. Charly murió y resucitó. Maradona también. Víctor Sueiro algunas veces sí, y después no. Fernando Peña, no. Aparecieron los kilos, se fueron los pelos, el fax, el VHS, el MIRC y el ICQ. Ahorramos. Nos quedamos sin los ahorros. Ya no ahorramos. Los aviones que en los 90 nos ofrecían un mundo de tentaciones sirvieron, finalmente, para que algunos amigos huyeran del país; otros, de ellos mismos; otros, de nosotros. Todos tuvimos que aprender a vivir separados. A algunos no les salió. En 10 años cambiamos de ropa, de talle, de peinados y de gustos. El cambio de gustos es el paso del tiempo. Comemos cosas que no comíamos y acentuamos las manías. Hay rúcula y radicheta, papas rústicas y sushi de salmón. Cada vez hay gente que come más caro. Y hay gente que no come. Y cada vez más de uno y de otro. En realidad, Perogrullo, como cada vez hay más de uno, es que hay más del otro.

Sólo sobrevivieron algunas canciones, nos olvidamos de casi todos los libros y de casi todas las películas, excepto de ese puñado que ya se quedó para siempre y que es de las pocas cosas que se irán con nosotros cuando nos vayamos. Tenemos un idioma nuevo, más chiquito, restringido; un idioma urgente, una eyaculación precoz de palabritas donde las vocales sobran. Son letritas que en general sólo expresan el deseo más instantáneo y efímero: “Tkero”, “Vms?”, y así.

El deseo entra en mensaje de texto.

El alma cabe en Twitter.

Hasta ese punto empequeñecieron.

Temíamos por el futuro de la Ñ, pero ahora parece que corre más riesgo de extinción la vieja y querida Q, empujada por la prepotencia de la K. Y ahí anda la Q, la que hasta el siglo pasado nos sirvió para preguntar quién, qué, por qué, para qué. Queremos que se quede, sin querellas, sin quebrantos. Queremos que no quemen las naves ni nos saquen de quicio. ¿Será una quijotada? Quizás. Pero hay quórum.

Una década es tiempo suficiente en una vida para reforzar un rumbo o para torcerlo definitivamente. Para salir de la ciudad o del placard. Para construir un proyecto y verlo derrumbarse y derrumbarse con él y cantar la de la cigarra. Para nacer, para adolecer, para ser adulto, para hacerse viejo, para morirse. Para ser hijo, para ser padre, para ser abuelo, para ser marido, amante, concubino o nada. Incluso para cambiar de sexo y pasar a ser hija, madre, abuela, esposa, amante, concubina o nada. Y viceversa, claro.

Una década es tiempo suficiente para convertirse en una buena sorpresa o confirmar los peores presagios sobre uno mismo. También para que nada de eso ocurra y la plancha cruce los 10 años, como si vivir fuera una obligación ajena y uno apenas cambia almanaques.

Estamos acá, parados en el mismo punto del universo, uno de cada lado de la página del diario y quizás eso sea lo único que tenemos en común. Ahora te miro desde el diario y te pregunto: ¿Cuál fue tu cambio en estos 10 años?, ¿Qué dejaste, qué sumaste? ¿Qué quedó? ¿Quién apareció? ¿Quién se fue? ¿De qué te sirvió vivir 10 años más? ¿De qué le serviste a los demás? ¿Qué te perdías si te lo perdías?

Y, sin embargo, esta década que fue parida con miedo, confusión, desinterés y duda y que tuvo de todo nunca consiguió un nombre. Si simplificamos, los 60 fueron años de explosión creativa. Los 70, de revolución y represión. Los 80, primavera democrática. Los 90, neoliberalismo y marginalidad. Los… los… los…

Se termina la década sin nombre.

Pobrecitos estos años, condenados para siempre a ser “los cero”.

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