viernes, 11 de abril de 2008

A propósito de la Antorcha

Es bien sabido que en la belicosa grecia clásica, donde poleis o ciudades estado combatían permanentemente entre sí, se instaló la costumbre de celebrar las Olimpíadas como una forma de suspender, al menos por unos días, el ya aburrido hábito de la batalla y cambiarlo por otro, relativamente parecido. El espectáculo de la competencia deportiva era una demostración a los dioses, los Olímpicos, de los más exquisitos, fuertes y operativos cuerpos humanos en su máxima expresión. Si bien durante este breve período la cantidad de bajas era evidentemente menor, las ansias de triunfar e imponerse por sobre los representantes de las otras poleis (helenas, esto es, aquellas que hablan el griego, no cualquier bárbaro, por supuesto) se mantenían, e incluso en algunos casos, al parecer, se exacerbaban. Imagino que debe haber existido entonces algo similar al barrabrava moderno, perfectamente justificado y amparado por el hecho concreto de las guerras subyacentes, apenas controlado, en todo caso, por el deber de paz transitoria para con los dioses. Lo cierto es que, como el carnaval permite en la edad media la expresión obscena, descarada y afectada de todo lo que el ciudadano se ve obligado a guardar dentro de sí durante el año, así las Olimpíadas hacían las veces de expiración definitiva (hasta la siguiente Olimpíada), con puntajes y podios concretos, 'cara a cara', de broncas acumuladas a través de cuatro largos años (¿cuatro eran?).

Hoy, en el mundo de Coca-Cola, las Olimpíadas son mundiales. Participan de sus competiciones todos los bárbaros que quieran (son, en definitiva, todos bárbaros a los ojos de sus contrincantes), o que puedan. Y, si bien el discurso oficial sostiene aquello que Rocky Balboa, con párpados hinchados y pésima dicción gritaba, desaforado, en el cuadrilátero moscovita luego de vencer a su rival ruso en plena Guerra Fría ("mejor es que dos tipos se maten boxeando a que 20 millones lo hagan tirándose bombas"); si bien el discurso oficial lo sostiene, la obscena realidad muestra que esa suspensión de la matanza, por más efímera que fuera, no se lleva a cabo de ninguna manera, en ningún nivel del plano concreto.

Veo las caras de centenares de deportistas que hacen circular, uno tras otro, la Antorcha Olímpica, hoy por Buenos Aires, mañana tal vez por el DF, para llegar hacia junio de este año a la nueva sede de los Juegos, Pekín. Se sienten orgullosos, y ¿por qué no habrían de sentirlo? Son deportistas y cargan con un símbolo magnífico, único en su rubro, de connotaciones maravillosas, heroicas, olímpicas. La custodia policial es impecable. Sin perder ni una pizca de solemnidad, cuida firmemente que nadie se acerque a soplar la llama ni echarle un baldazo de agua, ni nada por el estilo. No vaya a ser que.

Detrás de las vallas, aquí y en París, manifestantes pro tibetanos se hacen ver y escuchar. Algunos con cierta violencia, otros con calmos mantras, todos ellos piden, ruegan, que no se destruya más de lo que se ha destruido del país más espiritual del planeta. Intentan hacer consciente, no al deportista, ya que tampoco desean amargarle su momento de gloria, sino al televidente, de una masacre absolutamente contradictoria, y a la vez tranquilamente coexistente, con el evento 'lúdico'.

Bush pide a los chinos un poco de diálogo (también por TV). Después viene un anuncio publicitario. A Coca-Cola no parece importarle demasiado.


1 comentario:

Anónimo dijo...

me enteré recientemente que uno de los deportistas que corrieron con la antorcha fué Mauricio Macri.